
Ayer sentada en la sala de juegos de mis Pequeñas Campanillas miraba sus juguetes. Algunos de madera y de colores vivos, otros más desgastados por el uso y el paso del tiempo pero todos ellos tratados con respeto. De la mayoría conozco su historia, su procedencia y las manos que las entregaron con tanto cariño y entre ellos aparecía la cabeza grande y pesada de la última muñeca que me regalaron mis padres. Pude recordar cuánto deseaba tenerla porque era única con un número de serie irrepetible y la sensación de sacarla de la caja y que su aroma a fresa impregnara mi memoria.
Después me di cuenta que todos necesitamos ser únicos, irrepetibles y exclusivos. Buscamos ser ese aroma de fresa impregnando en la memoria de alguien y recordados con cariño y respeto. Y si algo debemos tener claro es que la felicidad depende de nosotros mismos, es nuestra responsabilidad. Nadie puede hacernos felices si nosotros no lo somos por sí solos. El error muchas veces es que la otra persona crea que le necesitamos para ser felices cuando la verdad es que solo el aire nos mantiene vivos. Si estamos a su lado es porque así lo deseamos, nada más.
La vida es simple. No somos los dueños de la baraja. Te caen las cartas que te caen y con esas tienes que jugar. Nada puedes hacer para cambiarlas salvo la forma en la que las juegas. Emplear el tiempo lamentándote por las cartas que tienes y envidiando las que no tienes no va a hacer que cambien las tuyas. Es que aún no hemos entendido que esto no va de ganadores ni de perdedores, solo de jugadores que lo dan todo y nunca se rinden. Hoy puedes bajar los brazos, llora y libera todas las lágrimas que andan recluidas tras tus ojos pero mañana coge tus cartas y juégalas.
Y, ¿quién no tiene miedo? Pero a quien de nosotros no le tiemblan las piernas cuando la vida se pone cuesta arriba o el camino se llena de piedras. Quien no tiene heridas abiertas y el corazón magullado, quien no se ha sentido decepcionado y ha visto su orgullo chafado. Pese a todo eso y mucho más no podemos ir pisando los sueños de los demás, poniendo obstáculos a su felicidad y rompiendo sus ilusiones. No podemos ennegrecer su blanco con nuestro negro y jugar en su patio robando su recreo.
Todos pasamos por etapas, tenemos derecho a equivocarnos, a cambiar de idea, a pensar algo distinto, a dejar ir, a cerrar puertas, mirar hacia detrás pero caminando hacia delante, a sentarnos a esperar pero no tenemos ningún permiso para opinar nada de la vida de nadie ni para juzgar a nadie bajo ninguna premisa. Invertimos demasiado tiempo en cosas que sólo aportan ruido, lanzamos dardos envenenados o no pero que matan y lo hacemos huyendo de nuestro dolor. Herir a otros no hará que nosotros sanemos.
Ser valiente no es en nuestros días batirse en duelo para salvar nuestro honor. Ser valiente es reconocer que necesitamos ayuda, pedirla, dejarnos ayudar y emplear toda nuestra energía en mejorar. Cambiar es difícil pero mejorar está al alcance de todos. No escatimemos en esfuerzo ni intentos.