
Sentada en esa plaza y perdida en el mundo escribía en su libreta nada de lo que veía y todo lo que sentía. El tiempo de ocultarse tras ese seudónimo había concluido. Quizás nadie supiera nunca quien era pero se había despojado de todos sus disfraces.
Junto a ella alguien dibujaba con un solo lápiz toda la realidad que tenía delante. Muchos estilos en un solo edificio repleto de piedras que contaban la historia de una ciudad situada al sur de Francia.
No necesitaban más una tarde de lunes. Cada uno en su momento, cada uno con su pasado pero con el mismo presente e intuyéndose en el futuro del otro. Cada uno completando el tiempo del otro. Más juntos que nunca. Tan conscientes como siempre.
Llegar hasta esa plaza les había costado muchos platos de restaurante, castañas asadas y unas cuantas copas de vino. Ella no entendía lo que él guardaba y él no comprendía todo lo que ella le ofrecía. Un año atrás ella corría kilómetros y él subía montañas. Ella iba cerrando etapas y él solo mordisqueaba los días.
Hoy ambos saben que lo más difícil lo han superado; encontrarse en un mundo entre miles y miles de corazones. Ahora que la melodía de los violines los ha reunido solo les queda no dejar que la música cese jamás entre ellos.
Ella ahora cierra su libreta y él su cuaderno. El viento sopla, la noche se acerca y es hora de volver a andar por las calles bajo el influjo de la luna de noviembre. No se hacen promesas. No se necesitan. No se soportan, se quieren. Ella tan cuadriculada torció sus renglones, él tan caótico puso orden.
Y ahí en una ciudad al sur de Francia ella sabe que su lugar favorito del mundo es cualquiera en el que ambos sean felices. No comerán perdices porque a ella no le gustan pero nunca les faltarán los motivos para sonreír.