
En estos días santos de pararse delante de la cruz y de uno mismo, mi mente revolotea y sabe que todo aquello que tengo que pedir ya no lo quiero. Ya no soy capaz de pedir aquello que mi corazón sabe que la otra persona no quiere o no puede dar.
Los besos no se piden ni los abrazos se roban. No se mendiga amor ni se exige empatía. Tampoco se espera comprensión ni que nadie se calce mis zapatos. Desaparece el miedo a enfrentarte al otro cuando sabes que no vas a pedir nada.
En estos días de silencio desaparece la posibilidad de perder cuando sabes que ya nunca podrás perder más de lo que ya perdiste. Haber estado en el lodo te enseña a flotar en él y saber salir a tiempo.
Las alegrías se viven por dos y los pequeños momentos cuentan doble. El café de maquina sabe mejor, los rayos de sol calientan más y llorar acompañado duele menos. Los días de fiesta se ansían más y volver cuesta mucho más.
Estos son días de empezar a vaciar la mochila y dejar de cargar peso. Pero cuidado con lo de soltar lastre y no lo confundamos con hundir al otro ni responsabilizarle a él de lo que es nuestro. Primero amueblemos nuestra cabeza y coloquemos bien nuestros hilos.
Nunca dije que necesitara a nadie pero tampoco que podía sola con todo. A veces solo necesitamos apoyar nuestra cabeza en un hombro amoroso dispuesto a sostenernos por un ratito o para toda una vida.
En estos días de Domingo de Resurrección es momento de sellar las heridas del pasado, jugar las nuevas cartas y dejar de pedir porque lo que se pide no fluye y lo que no fluye no nos pertenece. Y se acabó el tiempo de aceptar lo que no se quiere y olvidar lo que no se necesita. No más zapatos que no encajan ni chaquetas que no son las nuestras. No más tener que pedir porque lo que se pide ya no se quiere.